Cuando cumplí quince años, mis padres
decidieron llevarme a un psicólogo. Afortunadamente era joven, guapa y rubia.
El
problema era que yo pasaba todo el tiempo en casa, leyendo. Siempre me
acompañaba un libro. Y eso no era normal. No tenía teléfono móvil, ni me
gustaban los videojuegos, ni salir con los compañeros del instituto, ni me
había planteado, todavía, tener novia.
Mi
“locura” se acentuó una noche cuando, yo creía que estaba dormido, pero no
puedo asegurarlo, los libros de mi estantería cobraron vida.
De
repente, pude contemplar cómo La isla del
tesoro se hundía en la madera blanca y aparecía en su lugar El barón rampante, que poco a poco se
alejaba hasta dar La vuelta al mundo en
ochenta días; pero, lo más sorprendente fue ver cómo iniciaba un Viaje a la luna y Sherlock Holmes
decidía investigar todo lo ocurrido.
Esa
mañana, durante el desayuno, se me ocurrió comentarlo en casa. Mis padres, muy
pragmáticos ellos, decidieron que hasta ahí. Y ese mismo día, tras hablar con
el vetusto pedagogo de mi instituto, decidieron que visitara a un psicólogo.
Han
transcurrido casi tres años de visitas mensuales. Marcia sigue siendo joven,
guapa y rubia. Mi trastorno se ha ido acentuando progresivamente y yo, ahora,
solo por verla, continúo mi vida siempre con un libro en la mano. Y no me
avergüenzo de tener en ella un Corazón
tan blanco.